Mis relatos

UNA MUJER




Ella era indefensa, frágil, ingenua, una dulce muchachita de apenas dieciseis años. 
Sus padres la educaron entre algodones, repleta de amor y cuidados. 
Su vida transcurría entre sus estudios, amigos y familiares. 
Era una chica feliz, jamás un hombre había rozado su piel, aun no conocía el amor ni la pasión, solo era su sueño mas preciado.
Un día, en sus primeras vacaciones sola, con amigos, lo conoció a él, hombre, apuesto, inteligente, muy seductor, personalidad subyugante y autoritaria.
Ni bien lo conoció quedo atrapada por su encanto, era un imán para ella, sentía que su voluntad era poseída por él, la dejaba inerte, él lo percibía y se aprovechaba de esto.
Pasaron varios días, ella cada vez mas involucrada, él cada vez mas dueño de la situación, dominándola sin limites.
Hasta que un día, él le propuso una cena romántica solos en su departamento, ella sintió que estaba por cumplir su gran sueño…
Se vistió con esmero, quería que él quedara deslumbrado.
Sólo un amigo, Pablo, sabía de este encuentro, le dijo de mil maneras que no le convenía, pero ella no escuchó.
Solo sabía que debía cenar con él, que esa sería una noche llena de magia.
Cuando llegó, todo estaba preparado.
Él había puesto la mesa en la terraza, solo una tenue luz iluminaba la escena, una música suave sonaba y ella supo que ese día sería inolvidable. Cenaron, bebieron champagne y ella que nunca bebía sentía que las burbujas del champagne le iban sacando la voluntad y solo reía.
Él se acercó y la besó, ella lo dejó, se sentía en las nubes, pero veía que él ya no era suave como antes, quería sacarle la ropa, ella luchó pero en vano, la beso con furia, le acarició con apuro el cuerpo, la besó por todos sus rincones mas íntimos,  ella lloraba. Cuando  se quiso resistir,  él arremetió con mas saña.
Ya no podía parar de llorar, se dio cuenta que lo peor estaba por pasar, ella soñó poder brindarse entera pero, consciente y por amor, pero él siguió.
La tomó, le arrebató lo más preciado.
Escucharon golpes pero él no se detenía, parecía un animal sin freno. 
Los golpes sonaron más fuertes, hasta que ella vio a su amigo parado ahí en la terraza, Pablo se acercó y lo golpeó con furia en el rostro, la tomó a ella y la arrastró afuera, vio que estaba ebria y lastimada, la levantó con suavidad y la llevó hasta su habitación.
Ella solo podía llorar, no quería mirar a Pablo y bajó sus ojos, él tenía razón, se lo había advertido, le había pedido que no vaya.
Luego lo miró, pero en sus ojos no había reproches, él con dulzura la llevó hacia la ducha  y la abrió, ella quedó allí sola.
Quería arrancarse la piel, para sacar sus caricias, sus sucias caricias, se restregó con furia, las lágrimas se juntaban con el agua y se dejó estar así debajo de la lluvia. 
Él tocó suavemente la puerta y le preguntó como estaba, si necesitaba algo. 
Le dijo que estaba bien, aunque quería estar muerta y no necesitaba nada.
Pablo abrió la cama, y cuando ella salió, la ayudó a acostarse y la arropó. Le acarició el cabello, ella pensó que esa noche sí fue inolvidable, jamás dejaría de sentir asco hacia ese vil.
Después, entre sollozos, se quedó dormida.


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  ¿IMPOSIBLE?





                                                                          
                                                                     


Viajé hacia la cabaña, me dejé llevar por un impulso primitivo. Cuando bajé del coche los primeros copos de nieve caían espaciados. Me apuré, abrí y entré. 
Hacía mucho frío. Me acerqué a la chimenea, y puse algunos leños, los prendí. Todo se fue entibiando. 
Me saqué el abrigo y del bolso, tomé el termo. Me serví café. 
Hoy hace justo un año… 
Me senté en la alfombra, el pocillo calentaba mis manos. 
Y te pensé. 
No hay olor a chocolate, hoy no te espero. 
Entrecierro los ojos, la leña danza su danza de amor, rojas lenguas mezcladas con azules deleitan mi vista. 
Cierro los ojos. No quiero ver. Sólo pensarte. 
Siento, te siento, mi blusa parece pronta a estallar y ahí apurado, goloso, estás tú. 
Me aprietas  me besas, me desvistes, y me abro, me besas en la boca, nuestras lenguas danzan. Me acaricias toda, tu lengua me busca las orejas, las muerdes suave, besas mi cuello y desciendes, me besas los pechos, te siento ¡Te siento! 
Tu cuerpo duro, urgente de más. Me abro, te espero, no pares… Siento un ruido, no estoy sola, no, no puede ser, no puedes venir. Lo sé. 
No quiero abrir los ojos, no, no quiero. 
Pero el perfume, tu perfume llega a mí. 
Abro los ojos con miedo. 
No puedes ser tú. Estás parado allí, con tu gamulán mojado por la nieve y corro, corro, hacia ti. 
Los besos, las lenguas, los labios…la ropa que cae desordenada y la alfombra que nos espera. 
Nuestros cuerpos desnudos. 
Beso tus ojos, tus labios, tu pecho y bajo despacio. Me detengo, te miro deseo que pidas, que gimas. 
Y vuelvo a bajar, estas en mí y yo en vos. 
Subimos, bajamos, quedamos tendidos, jadeantes, te acercas de nuevo y besas mis cabellos, despacio.
Muy lenta me abro otra vez, suave, suavemente, te aprieto  me aprietas.
Cabalgamos entre nubes y sueñas y sueño y hay luces fugaces y campanas tañendo y llamas de fuego, y todo eso junto y todo eso y mas… 
Pero… hace justo un año…que ya no estás….


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EL MAR





Pensé durante muchos años ese viaje. Nunca podía, algo siempre se interponía a mis deseos.
Hasta que un día llena de emoción subí al micro. Iba sentada del lado de la ventanilla, miraba las largas extensiones de campo.
Más allá, a la distancia, se veían los árboles que a veces semejaban montañas, teñidas por los rayos del sol.
Lugo el sueño me venció. Al despertar, estábamos en la ciudad. Faltaba poco para el fin del viaje.
Llegué, y ya en el hotel, me apresuré a acomodar todo, luego me cambié de ropa y de calzado y bajé camino a la playa.
Y ahí “conocí el mar, el sonido del mar”.  Caminé hacia él y me dejé  bañar por su cadencia,  por su olor, por su néctar vivificante.
¡Tantos años esperando este momento! Y acá estoy, henchida de felicidad.
Camino lento, disfruto cada sonido, cada imagen,  el mar rompiendo en las piedras, el sol cubriendo la  arena blanca. Levanto algunas conchillas, las voy poniendo en el bolsillo de mi short.
Me siento a descansar, sin dejar de mirar el horizonte, allí donde el mar se funde con el cielo.
Llamó mi atención una niña. “Era una niña extraña, con trenzas”, rubia, de mejillas enjutas, pálida. Me sonrío y yo a ella.
No me dijo nada, solo sonrío.
Pasé mi día allí; al atardecer regresé al hotel a comer algo y a descansar.
Quería ver la salida del sol, así que madrugué y  regresé a la playa. 
El espectáculo me hizo sentir tan pequeña y tan grande al mismo tiempo, tan agradecida a la vida al brindarme la oportunidad de ver esta belleza, que no se paga con nada, lloré de alegría, no quería hacerlo, pero mis ojos se anegaron de lágrimas de felicidad, de agradecimiento.
Cuando pude recobrarme me fui a tomar un café, y allí estaba la niña, la extraña niña de la playa.
 Me sonrió, y yo hice lo mismo.
Luego caminé hacia una piedra en la playa y ahí a su reparo me senté.
La niña desde lejos me hizo señas, la saludé y vi que traía algo, era una carpeta, estiró sus manos y me la entregó.
La abrí y vi unos poemas, los leí, no sabía quién había escrito esos poemas sobre el mar.
Apreté la carpeta, recordé ese perfume, reconocí esa letra pequeña y redonda, y esas ansias de conocer el mar.
Levanté los ojos para preguntarle a la niña de quién era esa carpeta.
No había nadie, la playa lucía desierta.
Miré hacia todos lados, la pequeña ya no estaba sólo “me llevó  una carpeta de versos”, que yo ya había olvidado…




POR NO SABER



Porque no sabías de mi, no me conociste. 

Buscaste excusas para no hacerlo.

Porque no sabias de mi, no intentaste nada.

Porque no sabias de mi, no entraste a mis ojos, no te hundiste en ellos para encontrarte con mi amor.

Porque no sabias de mi, no te detuviste, no te abriste a mi pecho, lleno de amor por ti.

Porque no sabias de mi, no acariciaste, no sentiste mi piel erizada por ti.

Porque no sabias de mi, me dejaste partir...

Porque no sabias de mi, conmigo quedaron tus ojos, tu voz, mis ganas de caricias.

Porque no sabias de mi, me quedé sin ti...


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 UNA ROSA AL DÍA...


 
La tristeza hacía nido en todos mis rincones, estaba enseñoreada en mis ángulos y redondeces hasta que apareciste tu, con tu rosa cada día.

Mi alma se perfuma y la tristeza queda sin espacios.

Tuve temores, sé que las rosas traen espinas.

Pero con mi mirada fui desespinando cada rosa, las tomo confiada, las pongo sobre mi corazón y en él, perduran.

Agradezco  a la vida por tus rosas, por  estar cada mañana, y poder ver que aún entre mis nubes puede brillar el sol.


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RECUERDOS





El olorcito a café recién hecho y el calor acogedor de este lugar, trae a mi memoria el lugar donde siempre nos encontrábamos.
Donde hace tres años nos cobijábamos para mirarnos y tomarnos de la mano.
Tratabas de remontar la situación, yo no lo noté.
Esperabas encontrar a otra mujer, a la que a través de Internet, soñaste, idealizaste.
Y yo, era esa mujer, era el alma de esa mujer, no el cuerpo.
Tú soñaste con el cuerpo,con el cuerpo que no tenía yo, no con mi alma, que era la misma que conocías.
Igual seguiste adelante, por momentos me encontraste -digo- encontraste a mi alma.
Y mi alma y tu alma fueron felices y llevados por esa felicidad, tu cuerpo y el mío, también lo fueron.
¿Cuántas veces? Pocas…
Pero bastaron para que cada vez que esté triste me refugie en los recuerdos. Y vuelva a ser dichosa, vuelva a sentirme amada.
Y vuelva a pensar que lo nuestro valió la pena.



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LA ISLA



La mañana está hermosa, apacible. Me encuentro a dos horas del mar, en un pueblo de campesinos. El campo está prolijamente sembrado.
Me dirijo al único bar, a desayunar y ahí pregunto si en la costa alquilan embarcaciones. Un viejo me dice que sí, que llegando al mar, hay un hombre que las alquila. Me desea buen viaje. Termino mi desayuno y parto.

Llego por el camino que me indico el hombre, al mar. El aire, el olor que hay en el aire, me lo anuncia antes que mi vista y mis oídos.
Luego lo veo. Escucho su inigualable murmullo.
Diviso una casa y sobre la arena, varias embarcaciones. Al verme llegar, sale un hombre. Su rostro muy tostado y arrugado.
Le digo que quiero hacer un paseo, sola. Me muestra una pequeña lancha. Al verla pienso:
_¿Será segura? Yo necesito ir sola. Pero sé que es arriesgado hacerse a la mar sola.
Como adivinando lo que pienso, me dice:
_Si se la ofrezco no debe temer, es una lancha muy segura.
Me sugiere que visite la isla abandonada. Es la mejor -me dice- la única época del año para llegar a ella. No hay muchas personas que vayan; hace tiempo que nadie la visita, agradecerá el consejo. Le sonrío, la luz de sus ojos, el brillo extraño que vi en ellos, me decide ir hacia la isla.
Me ayuda a poner la embarcación en el agua. Pongo el motor en marcha y viajo hacia ella. Sé que no está bien aventurarme sola. Pero me acostumbré a la soledad.

Ya estoy cerca; verde y espumosa, el agua golpea suavemente sobre las rocas de la costa. La isla, como me dijo el hombre, se ve abandonada. Desembarco. Un árbol negro, quemado, da más soledad y tristeza al lugar. Y ahí con dos o tres pájaros negros revoloteando cerca de él, veo a un gran espantapájaros ¿Para qué un espantapájaros en una isla desierta?
Me voy acercando; escucho una voz grave, ronca, no sé de dónde viene. No, no puede ser ¿Viene del espantapájaros?
Llego al lado de él. Sí, la voz es la del gran muñeco de madera. Un escalofrío recorre mi cuerpo. ¿Estaré soñando? ¿El sol me habrá hecho mal? No salgo de mi asombro y miro al espantapájaros con terror.
Sus brazos desplegados; su cabeza de trapos viejos; sus patas hechas con ramas, tal vez del árbol negro. Parece haber soportado muchas lluvias.
Y lo escucho decir:
–Pocos barcos han podido llegar a la isla en invierno. Por lo que escuché, alguien con maldad fue a un lejano pueblo, en un momento en que los campesinos estaban quebrados por su pobre cosecha. Mostró un plano de esta isla y les dijo que debajo del árbol, del único árbol que había y en un círculo de diez pasos alrededor de él, encontrarían enterrado un tesoro.
Yo no salía de mi asombro, estaba hablando el espantapájaros, estaba contando una historia, hizo un breve silencio y siguió:
Muchos hombres quisieron venir a la isla. Algunos pocos, cuyas mujeres no pudieron hacerlos entrar en razón y dominados por la codicia, salieron.
No lo hicieron en un solo grupo. Salieron en tres embarcaciones, peleándose entre ellos, para llegar más rápido. Las barcazas naufragaron y sólo se salvaron tres hombres de cada embarcación. Ni el frío ni el hambre los unió. Fueron como fieras o peor. Sacaron las pocas maderas que pudieron y “cada grupo armó su refugio”.
Los pájaros revoloteaban por sobre su cabeza, alguno vino cerca de mí, lo ahuyenté con mi sombrero de paja. Y el espantapájaros seguía:
La única vez que los vi. unidos fue para hacerme a mí. Con pedazos de maderas de los barcos y ramas del único árbol de la isla. Me hicieron grande, bien grande, para que me viera algún barco que pasara cerca.
Volvió a hacer una pausa y prosiguió:
_Yo los veía empujarse; golpearse al cavar con sus manos como única herramienta, alrededor del árbol, para encontrar el oro. No tenían comida. No tenían agua, para conseguirla hicieron pozos para juntar agua de lluvia. Aguantaban la sed y cuando bebían era un brebaje marrón: agua con tierra. Era lo único para saciar su sed. El hambre y el frío los fue enloqueciendo. Comieron raíces, masticaban sin poder tragar. Alguno se atrevió a comer pescado crudo. Los veía vomitar lo poco que comían.
Uno con mucha paciencia frotó dos piedras hasta conseguir fuego, los tres amigos rieron, festejando poder cocinar, aunque no había mucho para ello, pero por lo menos estarían junto al fuego.
El egoísmo era tan grande que no permitieron a los otros dos grupos acercarse a lo que podía ser la salvación: el calor del fuego. Se turnaban entre los tres para cuidarlo.
Una noche el vigía se durmió. Los otros dos grupos se habían unido para vencer a los tres dueños del fuego. Lo hicieron: fueron despacio, sorprendieron al dormido campesino y lo mataron. Luego hicieron lo mismo con los otros dos. Con saña los golpearon una y otra vez, con los pocos pedazos de madera que sacaron desarmando su refugio. Los clavos que había en ellas se hundían en los cuerpos de los infortunados hombres hasta que ningún signo de vida quedara en ellos.


Yo que no tengo cerebro, pensaba que si se hubieran unido los nueve hubieran hecho una balsa y para el verano, cuando el mar estuviera calmo podrían volver a la tierra, o unidos hubieran encontrado el tesoro si es que existía. Tal vez los hombres sean así, yo no conozco en realidad a los hombres, sólo conocí a éstos.


Los vi arrastrarse para poder cazar a algún pájaro -pocos llegaban en esa desapacible época del año- los hombres casi no pudieron sacarles el plumaje, pues estaban muy débiles, los asaron y los devoraron. Hasta los peces parecía que los castigaban por su avaricia y no se dejaban ver. Parecían huesos vestidos, no sé de dónde sacaban la fuerza; se acercaban a cavar alrededor del árbol y cuando otro llegaba hasta ahí, con sus manos, que parecían garras le pegaban y desgarraban las carnes.
Un día en un ataque de locura, uno de los pocos que quedaban quemó los refugios y ni el árbol se salvó, pero de milagro quedó en pie.
Hasta que quedó un solo hombre. Esqueleto viviente. Sin refugio, el frío, el hambre, la sed, la desesperación minó su cuerpo. Úlceras terribles lo llenaban de dolor y de fiebre. Creo que vivía por un único objetivo: encontrar oro. Murió peleándole a la vida y luchando con la muerte, en su delirio, tal vez creyendo que había encontrado oro, hablaba del tesoro que nunca encontró.
Ahí pude empezar a hablar. Nunca antes cuando estuvieron los hombres pude hacerlo. Yo quería decirle que no se destruyeran, que no se mataran, pero jamás una palabra salió de mi boca. ¿No sé porqué con ustedes sí? Ahora que estoy solo con ustedes puedo hablar, solo con ustedes que son mis únicos compañeros.
Con sorpresa vi que los pájaros se acercaban suavemente a su rostro y bebían las lágrimas que él vertía.
El espantapájaros no me veía o no me quería ver. Callaba un rato y luego volvía a contar la trágica historia, con las mismas palabras, con los mismos silencios; una y otra vez...
No me atreví a acercarme al árbol. Desde lejos veía sus negras raíces asomar por los pozos que habían hecho los hombres.

Me fui alejando de la isla. Era algo increíble lo que había presenciado. Aturdida, pensaba en la cruel y triste historia.
Cuando llegué de nuevo al embarcadero, vi que el anciano me miraba como esperando algún comentario. Nada dije. Pero sí le agradecí.
Algún día tal vez escriba un cuento, pues creo que nunca podré contarle a nadie, cara a cara, lo que vi y escuché ese día en la isla, creerían que estoy loca. O que el sol me había afectado. Muchas veces hasta yo pienso en esta historia y creo que es terriblemente increíble...


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 EL SILLÓN
 

Tomé el tren que me lleva al campo. No había planeado el viaje; lo venía pensando desde hace mucho, pero siempre lo fui postergando. Y hoy, tomé mi valija, metí alguna ropa en ella y me dirigí a la estación.
Por suerte esperé poco, escasas dos horas y aquí estoy rumbo a mi merecido descanso.
Voy mirando la inmensidad del campo, cuadrados sembrados de rojo, de amarillo, de verde, de blanco y un cielo límpido, llenan mis ojos y mi alma de esa paz tan ansiada.
Por momentos el movimiento del tren me hace cerrar los ojos y me dejo ir. Vuelo atrás en el tiempo, a mi adolescencia.
Pasábamos con Martín unas temporadas imborrables. Jugábamos en el arroyo, metidos en él, a veces, las más, con las ropas. Recuerdo los retos de Mercedes, que debía lavarlas, llenas de barro. Le llevábamos lagartijas en una cajita de madera o sapos y los dejábamos al descuido entre sus sábanas.
Recuerdo nuestras competencias de lanzar piedras en el lago, para ver quien lo hacia mas lejos y luego mirar los círculos que se dibujaban en su agua mansa cuando las piedras las hería.
Y los atardeceres. Y la vieja estancia abandonada, siempre ahí cerca, pero a respetable distancia. Salvo sólo un día en que me aventuré solo y vi. algo que siempre me hizo estremecer… Y ahora volver.
Cuando llegue, como nadie me espera, podré ir deteniéndome en todos los lugares que recorrimos y ver los que nos tenían prohibidos.
Espero encontrar en la estación a algún paisano viejo, para pedirle que me lleve a cada sitio, a cada rincón. Me tomaré todo mi tiempo. No tengo apuro en llegar.
A los lejos el cielo se junta con la tierra y esos rosas que predicen un hermoso día para mañana lo cubre todo. De tanto mirar a la distancia, a veces los árboles lejanos que forman pequeños bosques, me recuerdan un paisaje de montaña. Parecen oscuras montañas.
Me dirijo al comedor, ceno y me encamino al camarote. Trato de dormir. El día será largo, pero me cuesta dormir, estoy tan ansioso por llegar, que me desvelo.
Me despierto, el sol asoma allá a la distancia, emerge de la tierra. Algunos zorros plateados corren en parejas.
Calculo que falta poco para llegar. Algunas casas a lo lejos me hacen recordar a una, a una muy especial...
Llegamos a destino, bajo y me dirijo por el camino de tierra para ver si encuentro algún sulky. Hay varios. Algunos chicos corren ansiosos hacia mí, quieren mi valija para acomodarla en sus sulkys. Yo les digo que no.
Más allá, a unos metros, un viejo que no puede ni quiere competir con lo muchachitos, espera resignado. Hacia él me dirijo.
Le digo que lo contrato por todo el día, si es que está de acuerdo.
La cara morena y llena de arrugas se le ilumina, una amplia sonrisa me muestra sus escasos dientes. Me tiende la mano y dice:
-Soy Eulogio, para servirle.
-Soy Carlos Agüero y antes de ir a la estancia La Martina, quiero recorrer muchos lugares. Hace casi veinte años que no vengo.
El viejo Eulogio me fue llevando a cada sitio, ahí bajaba y disfrutaba un rato recordando las bromas y juegos con Martín. Me parece escuchar todavía nuestras risas.
Ya en el lago no pude resistir la tentación, tomé una piedra y la arrojé. Eulogio siempre se quedaba unos pasos más atrás, yo lo veía sonreír con mis cosas.
Hasta ahí había visto todo lo todo lo que nos permitían ver y hacer. Ahora venía la razón de mi viaje.
-Eulogio, supongo que hace mucho que vive aquí.
-Si señor, nací en este pueblo, como mi madre, mi abuela y la madre de mi abuela.
-¿Conoce la estancia abandonada?
-Si, la conozco muy bien.
-Le pido que me lleve. Me miró medio asustado y asombrado.
-¿Está seguro? Asentí con la cabeza.
-Ni el caballo querrá acercarse.
-No tenga miedo, la veremos por hoy, de lejos. Quiero ver si todo sigue igual.
El viejo que estuvo parlanchín todo el día iba sin decir palabra.
-¿Conoce la historia, Eulogio?
-Si, conozco lo que cuentan, pero hay cosas que nadie dice y yo me sé.
-¿Qué?
-No, hoy no quiero hablar.
Llegó lejos de la casa y ahí paró. Las orejas del caballo se levantaron alerta. Estaba clavado en el piso. Nadie lo haría seguir.
-Todo sigue igual, las tres paredes, ahí en pié.
-Eulogio ¿usted nunca se acercó?
-Si, pero hace mucho, cuando era jovencito, luego nunca más.
-¿Usted vio el sillón?
-Si señor Agüero, hermoso, como si el tiempo no hubiera pasado para él, como si la lluvia, las heladas, el sol no lo hubieran tocado.
-Es cierto Eulogio, así lo vi yo, hace veinte años atrás. ¿Seguirá igual?
-Yo más allá no voy.
-No se preocupe, hombre, no importa, tengo algunos días para volver y comprobarlo. Sigamos para la estancia, no avisé y no quiero llegar muy tarde.
Pronto llegamos. Varios perros salieron a ladrarnos, el capataz me miraba, sin reconocerme.
-Soy Carlos, don Manuel. Me miraba y no podía encontrar en este hombre con algunas, pocas canas, al chiquilín que corría junto a Martín.
Me tendió la mano y luego me abrazó, llamó fuerte con su vozarrón a Martín. Mi amigo no podía creer que yo estuviera ahí.
Muchas veces nos habíamos visto en estos años, pero siempre en Buenos Aires. Nos abrazamos y entramos. Su madre, Rosa y su esposa Clarita estaban en la amplia cocina. Luego de los saludos y preguntas de rigor, pedí pasar a asearme.
Ya bañado y con ropa limpia, me sentía más cómodo. La cena casi estaba lista. Luego, Martín y yo nos encaminamos a la matera. Ahí estaban todos los peones, los mates pasaban de mano en mano. Pocos peones quedaban de la época en que yo iba seguido a la estancia, los que me conocían me dieron la mano y me presentaron a los nuevos. Había uno que tocaba la guitarra y cantaba muy lindo.
Y luego llegó el momento de los cuentos, “del perro gente” que en las noches oscuras lo veían acercarse como perro y atacar como hombre. De la “estancia abandonada”, donde por las noches dicen ver una sombra que deambula como perdida por las tres únicas paredes que quedan.
Algunos, los más jóvenes me miraban y sonreían. Yo no lo hacía. La estancia guardaba un misterio, un misterio que yo trataría de descubrir...
Nos fuimos a descansar. Al otro día estuve hablando con Martín y su familia todo el día, recorrí la estancia montado en un lindo alazán, acompañad por Martín y Clarita, nos reímos recordando nuestras travesuras. Y me felicité por haber venido.
La idea de visitar la estancia abandonada no me dejaba, sabía que no sería fácil poder ir solo a la estancia, pero ya encontraría la vuelta.
La oportunidad apareció, Martín tenía un compromiso tomado con anterioridad con unos amigos de una ciudad vecina. Les dije que yo no iría. Me quedaría recorriendo la estancia. Y a la mañana temprano partieron.
Aproveché la ocasión y montado en el alazán, que ya parecía mío, me dirigí a la vieja estación.
Ahí estaba Eulogio, dormitaba en su sulky, me acerqué a él y dije:
-Hola Eulogio ¿se acuerda de mí?
-Buen día, señor Agüero ¿qué anda haciendo por aquí?
-Vengo a invitarlo a tomar un cafecito ¿acepta el convite?
-¡Cómo no, soy hombre dispuesto!
Nos sentamos en el viejo boliche y pedí dos cafés y dos grapas. Tomamos el café, luego las grapas, mientras conversábamos de la “estancia abandonada”
-Sabe, Carlos, nunca hablo de ella. Pero le diré que si quisiera habitaría en ella, es mía. Pero cuando murió alguien que vivía en ella, mi antepasado la abandonó y ya nunca nadie vivió ahí.
-¿Y porqué?
-Decían ver un alma en pena dando vueltas por los cuartos, la veían sentarse en el sillón. Por eso se fueron y no volvieron nunca más. Ni siquiera quisieron venderla ¡Quién la compraría con un fantasma dando vueltas!
-Yo iré, me quedaré todo el día, en realidad quiero ver si puedo descubrir el misterio que ella y el sillón esconde.
-¿Está seguro, Carlos?
-Si Eulogio, creo que esto fue lo que decidió mi viaje, siempre recordaba el sillón intacto y esas tres paredes semiderruídas.
Saludé al viejo y me encaminé a la estancia. Mucho no había hablado Eulogio ¿Cómo? ¿Es de él? Ya trataré de averiguarlo.
Llego. Un aire frío que se hace más intenso al acercarme a las paredes, me hace temblar. Aunque es verano aquí hace frío. Recorro lo poco que queda de la vieja construcción. Me acerco al sillón, ahí está como siempre, como hace muchos años...
Me siento en él, antes nunca lo había hecho y aprecio parte del paisaje, las aves pasan lejos de la casa, veo que ni ellas se atreven a acercarse. De repente todo queda en silencio, no se escucha ni siquiera el canto de los pájaros. Presiento que alguien está cerca de mí; un escalofrío me recorre desde la nuca hasta los pies
Cierro los ojos y sigo sintiendo que no estoy sólo.
Me incorporo y superando el miedo, que casi llega a ser terror, reviso el sillón, ni una telaraña, ni un rasguño, está perfecto, nada lo destruyó.
Lo doy vuelta y observo sus patas, limpias, y en el asiento algo abulta el tapizado. Voy hasta mi mochila, tomo un cuchillo y sin pensarlo corto la tela. Un sobre amarillento está ahí, lo tomo entre mis manos.
Lo miro y no sé si me corresponde a mí abrirlo. Vuelvo a sentir que “alguien” me acecha. Miro hacia todos lados, no veo nada, pero la “presencia” está, un sudor frío cubre mi cuerpo. Mis manos tiemblan cada vez más. Tengo que terminar con esto. A eso he venido.
Me decido y lo abro. Veo unos papeles amarillentos y están escritos con una letra poco legible:


 “Hace muchos años ya, cuando tenía quince años, acompañando a un tío que escapaba de Francia, vine al virreinato del Río de la Plata. Después de un largo y agotador viaje desembarcamos y buscamos a un pariente en la ciudad Santa María de los Buenos Aires. Ahí mi tío no tardó en meterse en problemas y me separé de él.
Busqué trabajo y pronto lo encontré en un depósito de maíz, el dueño se llamaba Saavedra. Era bueno, me trataba bien. Tenía una esposa que más parecía una bruja, pero me acercaba siempre comida.
Viví de cerca los hechos del 25 de mayo de 1810. A mi patrón, lo nombraron presidente de la Primera Junta, lo escuché decir muchas veces que él no quería ese puesto. A mí me quedaron las dudas.



Siento como que una fría mano me ayuda a dar vuelta la hoja, me estremezco. Creo que la presencia quiere que me entere de esta historia.


Pasaron los años, me casé. Mi esposa me dio un hermoso hijo, era mi orgullo. Luego de unos años, mi esposa murió a causa del cólera. Mi hijo se casó, y tuvo con mi nuera Mercedes un hijo: Joaquín. Cuando el niño tenía doce años mi hijo murió por un problema de pulmón. Al poco tiempo, mi nuera lo siguió. Quedé solo con mi nieto.
Fue creciendo y tenía algunos amigos con los que se reunían por las noches. Yo al pensar en ese hombre rubio, que tenía dominados a todos con su sola mirada, y al cual los gauchos veneraban, sentía mucho miedo por las amistades que había hecho mi nieto. Miraba con recelo a un joven muy inteligente: Echeverría.
Una noche estaba frente a mi escritorio y sentí gritos, me pareció la voz de mi nieto pidiendo ayuda. Tomé de mi cajón mi pistola, saqué la tranca de la puerta y vi a mi nieto correr y a tres “demonios rojos” atrás de él.

“Abuelo sálveme, me persigue la Mazorca”. Apunté y disparé, eran tres sombras y los maté. Cuando miré a mi nieto, en su camisa blanca una flor roja se le iba agrandando en el pecho. Saqué el carruaje, lo puse en él y salimos hacia la casa del médico. Lo curó como pudo y huimos hacia aquí. Lo cuidé día y noche, pero no sobrevivió. Me quedé solo con una joven criada, una moza a la que le tenía mucha confianza. Habían puesto precio a mi cabeza y aunque mi vida no valía nada pues nadie me quedaba, me quedé escondido aquí, a resguardo del rubio diablo.
Me paso las horas en este sillón. Me paso las noches dando vueltas en mi cama y no me abandona el recuerdo de esos tres hombres, no les guardo rencor a pesar de que mataron a mi nieto, es más, mi conciencia es la que no me deja dormir, nunca pensé que cargaría con tres muertes en ella.
Sé que el final se me acerca y a mi criada le dejaré todos mis bienes cuando muera.
Pasaron ya casi diecisiete años desde que vine aquí, y no estoy bien. El país sigue teñido de sangre, me gustaría morir sabiendo que estamos todos unidos, para hacer una patria libre y soberana. El pensamiento de los hombres de mayo de 1810. Me abandonan las fuerzas y creo que se acerca mi fin.
Quiero que cuando encuentren esto sepan que no soy un asesino, no nací para serlo. Recuerdo siempre a esos tres mazorqueros, ellos tendrían una familia, ellos obedecían una orden. Y yo defendí a mi nieto Joaquín. A la sangre de mi sangre”.
Luis Girardín – 1850

Quedo aturdido por todo lo vivido, los papeles siguen en mis manos. Conmovido aún miro hacia el sillón y veo con asombro que empieza a desarmarse, sólo queda de él un montón de polvo de aserrín.
Ya no siento frío, ese frío que me acompañó en toda la lectura.
Voy en busca de mi caballo, sin poder dejar de pensar en Luis Girardín.
Recuerdo lo que dijo Eulogio: “Esa estancia es mía”. ¿La persona fiel que cuidó de ese hombre atormentado sería un antepasado de Eulogio? Tengo que hablar con él.
Lo busco en la estación. Me ve y me dice:
-Lo veo pálido, ¿vio al fantasma?..
-Eulogio, el sillón...
-¿Qué pasa con el sillón?
-El sillón no existe más. Se hizo polvo.
-¿Cuándo?
No le contesto y prosigo -¿Por qué se fue su antepasado de la estancia?
Me miró con recelo y le digo:
-Hable, hombre.
-Me dijo mi abuela que su madre un día le contó que ella vivió en la estancia. Luego de que muriera el señor al que ella cuidaba, se veía una sombra rondar por los cuartos y que parecía que “alguien” fumaba en pipa, sentado en el sillón, como lo hacía el patrón. Se asustó y se marchó, no quiso volver más a la estancia. Acá todos dicen que por las noches, cuando la luna alumbra la casa, se ve una sombra pasear por la estancia.
Y nadie por eso se acerca.
No digo más nada sobre la estancia. No cuento nada más, sólo le digo:
-Eulogio, mañana vuelvo a casa, lo espero en la estancia de Martín a las ocho de la noche.

Cuando llegué, Martín no había llegado aún. No quería contarle nada de lo que había vivido hoy. Cuando llegue a mi casa, más tranquilo le enviaré una carta contándole lo vivido y le preguntaré si siguen viendo al fantasma. Yo creo que no lo verán más.
Me acosté, satisfecho con lo que había hecho.
Disfruté a pleno con Martín y su familia, el último día de estadía en La Martina...
A la noche nos despedimos y quedamos en vernos en Buenos Aires. Eulogio vino a buscarme. Fuimos callados. Cuando llegamos a la estación, solo nos dimos un apretón de manos y le entregué el sobre.
Despacio subí al tren. Ya no había más misterio en la estancia abandonada. Por lo menos para Eulogio y para mí.
Él sabría si hablar del sobre o no. Y si reclamar los campos. Eran suyos…
Pero eso será para otra historia.

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