martes, 20 de junio de 2017

LA SEDA DE TU PIEL

       Llega con su coche hasta donde puede. El barro no le permite hacerlo hasta las calles de tierra, casitas bajas, muchas nostalgias.
Recuerda con nitidez la casa: paredes blancas, ventanas verdes, techo de tejas rojo, jardín bien cuidado y... María.
Busca la dirección, cae la tarde y se dificulta la acción. La encuentra, esa es la dirección buscada, la casa no se parece en nada a la que recordaba. El jardín es una pequeña selva, los yuyos tapan casi por completo las ventanas, de las cuales sólo pueden verse algunos vidrios rotos. Las paredes están sucias, el techo casi derrumbado. Desolación.
¿Qué pasó? Todo está abandonado.
Desorientado se apoya en un poste, se siente mal.
¿Cuánto hace que no viene por acá? ¿Diez años? Tal vez más —piensa.
Los perros desde las casas vecinas ladran al extraño.
Una vieja vecina sale con desconfianza y le pregunta:
¿Qué busca? Acá hace años que no vive nadie —sigue la vieja sin dar tiempo al hombre a contestar. La María se fue cuando nació el chico, hará nueve años, sí, nueve años. Estaba sola, todos la miraban con malicia. Había desmejorado mucho, ella tan trabajadora, con el crío no podía trabajar, a veces le alcanzaba un poco de leche y comida, no podía darle más —siguió la vieja como si estuviera sola con sus recuerdos. Un día, cerca de la Navidad, la pobre salió con su niño y un bolsito y nadie la volvió a ver —Señor ¿usted la conoce? —siguió.
Él piensa: ¿Cómo decirle que conozco cada centímetro de su piel, cada lunar de su cuerpo, que aún tengo en mi mente y en mi piel, la seda de su piel y su perfume?

Comienza a caminar hacia su auto sin contestarle nada a la pobre anciana que se quedó parada, mirándolo.
Las dos cuadras que hay entre él y el coche le parecen interminables, las piernas le tiemblan ¿Cuánto hace que dejé de verla? Casi diez años, sí, casi diez años. ¿Ese chico será mío? Tiene que ser, era mujer honrada. Ella me había dicho que quería hablar de algo importante, yo le dije que también, me pidió que hablara yo primero. Le dije que me iba, que la quería mucho pero no podía estar mucho en un lugar. Recuerdo que se puso pálida y apretó los labios. No dijo nada más. Mi amigo Juan me habló de Mendoza, de sus acequias, de sus montañas, de su sol, me tenté; el trabajo era bueno y el lugar hermoso y así pasaron los años y las mujeres.
       Buscaba en todas a María, no la encontré. Tuve buenas relaciones, ninguna tan perfecta como con María. No puede ser, soy un idiota ¿tanto me llevó darme cuenta lo que siento por ella? Tengo un hijo, pero ¿adónde estarán? ¿Por dónde buscar? —Piensa — ¿Por dónde empezar ?
Sube al coche, le duele el pecho, siente el corazón oprimido.
Llega a su casa, le parece más fría y más grande que nunca, había soñado regresar ahí con ella y sentir su perfume y pasar sus manos por su cuerpo,

deslizarlas suave por la seda de su piel. Pero no, María ya no está, ya no está y no está tampoco su hijo, porque ese niño es su hijo.
         Regresa al barrio, y habla con la vecina, le pregunta una y otra vez si ella alguna vez dijo algo de algún pariente, de algún lugar, algo que pudiera servir para comenzar la búsqueda.
La mujer recuerda, pues estuvo pensando en esos días todo lo que sabía de María, que ella había nombrado a una hermana y que vivía por Ituzaingó. Agradece a la mujer y se va.
Allí recorre escuelas y nada, hasta contrata los servicios de una empresa por Internet para buscarla.
          Abre su correo a cada hora, no puede despegarse de la computadora, hasta que llegan los datos de la mujer, no es seguro, pero va.
Toca timbre en la dirección que le habían dado. Al abrirse la puerta ve a María.
Se miran largamente. Él pregunta si puede pasar y ella recelosa, lo deja entrar.



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