martes, 24 de octubre de 2017

ÉL

Fue tranquilo al quirófano, era una operación que estaba programada, y que no duraría muchas horas y no requería mucha internación. Saludó al cardiólogo y a las demás personas, luego se acercó a él la anestesista. Le sonrió, y pronto no sintió más nada.
¿Pasaron horas? o...¿Sólo minutos? Vio una luz, la siguió. Y ahí estaba Él y le dijo: —Yo, sólo yo, te voy a ayudar. Asustado se resistió, no, no quería su ayuda. Con Él no quería nada. Lo volvió a mirar, sí, era Él, el mismísimo… Peleó contra eso, no, no quería que lo ayudara, tenía miedo de que después se cobrara la ayuda.
Abrió los ojos, todos se miraron asombrados y le dijeron que había pasado dormido muchas horas, muchas. Lo abrazaban, su familia lloraba y reía. Su mano derecha le dolía mucho, la tenía vendada, le dolía más la mano que el pecho. Le contaron que su corazón se detuvo por un par de minutos, que por los dedos le pasaron electricidad para reanimarlo, pero parecía en vano, hasta que, cuando ya lo daban por perdido, reaccionó.
Sus latidos volvieron a la normalidad. Que por largas horas estuvo inconsciente, que casi perdieron de nuevo las esperanzas y ahí se despertó.
Y habló como si nada. Lúcido. Todos pensaron que era un milagro.
Pero para él comenzó el martirio. Sabía quién lo había ayudado. Lo sabía, aunque se negó, Él era más fuerte y maligno. Su mano tenía hoy una apariencia terrible, sus uñas estaban negras, por debajo las nuevas que iban creciendo sanas. Sólo esa mano, que parecía una garra, le hacía recordar a cada instante, a quién le debía la vida.

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