martes, 25 de noviembre de 2008

EL SILLON














Tomé el tren que me lleva al campo. No había planeado el viaje; lo venía pensando desde hace mucho, pero siempre lo fui postergando. Y hoy, tomé mi valija, metí alguna ropa en ella y me dirigí a la estación.
Por suerte esperé poco, escasas dos horas y aquí estoy rumbo a mi merecido descanso.
Voy mirando la inmensidad del campo, cuadrados sembrados de rojo, de amarillo, de verde, de blanco y un cielo límpido, llenan mis ojos y mi alma de esa paz tan ansiada.
Por momentos el movimiento del tren me hace cerrar los ojos y me dejo ir. Vuelo atrás en el tiempo, a mi adolescencia.
Pasábamos con Martín unas temporadas imborrables. Jugábamos en el arroyo, metidos en él, a veces, las más, con las ropas. Recuerdo los retos de Mercedes, que debía lavarlas, llenas de barro. Le llevábamos lagartijas en una cajita de madera o sapos y los dejábamos al descuido entre sus sábanas.
Recuerdo nuestras competencias de lanzar piedras en el lago, para ver quien lo hacia mas lejos y luego mirar los círculos que se dibujaban en su agua mansa cuando las piedras las hería.
Y los atardeceres. Y la vieja estancia abandonada, siempre ahí cerca, pero a respetable distancia. Salvo sólo un día en que me aventuré solo y vi. algo que siempre me hizo estremecer… Y ahora volver.
Cuando llegue, como nadie me espera, podré ir deteniéndome en todos los lugares que recorrimos y ver los que nos tenían prohibidos.
Espero encontrar en la estación a algún paisano viejo, para pedirle que me lleve a cada sitio, a cada rincón. Me tomaré todo mi tiempo. No tengo apuro en llegar.
A los lejos el cielo se junta con la tierra y esos rosas que predicen un hermoso día para mañana lo cubre todo. De tanto mirar a la distancia, a veces los árboles lejanos que forman pequeños bosques, me recuerdan un paisaje de montaña. Parecen oscuras montañas.
Me dirijo al comedor, ceno y me encamino al camarote. Trato de dormir. El día será largo, pero me cuesta dormir, estoy tan ansioso por llegar, que me desvelo.
Me despierto, el sol asoma allá a la distancia, emerge de la tierra. Algunos zorros plateados corren en parejas.
Calculo que falta poco para llegar. Algunas casas a lo lejos me hacen recordar a una, a una muy especial...
Llegamos a destino, bajo y me dirijo por el camino de tierra para ver si encuentro algún sulky. Hay varios. Algunos chicos corren ansiosos hacia mí, quieren mi valija para acomodarla en sus sulkys. Yo les digo que no.
Más allá, a unos metros, un viejo que no puede ni quiere competir con lo muchachitos, espera resignado. Hacia él me dirijo.
Le digo que lo contrato por todo el día, si es que está de acuerdo.
La cara morena y llena de arrugas se le ilumina, una amplia sonrisa me muestra sus escasos dientes. Me tiende la mano y dice:
-Soy Eulogio, para servirle.
-Soy Carlos Agüero y antes de ir a la estancia La Martina, quiero recorrer muchos lugares. Hace casi veinte años que no vengo.
El viejo Eulogio me fue llevando a cada sitio, ahí bajaba y disfrutaba un rato recordando las bromas y juegos con Martín. Me parece escuchar todavía nuestras risas.
Ya en el lago no pude resistir la tentación, tomé una piedra y la arrojé. Eulogio siempre se quedaba unos pasos más atrás, yo lo veía sonreír con mis cosas.
Hasta ahí había visto todo lo todo lo que nos permitían ver y hacer. Ahora venía la razón de mi viaje.
-Eulogio, supongo que hace mucho que vive aquí.
-Si señor, nací en este pueblo, como mi madre, mi abuela y la madre de mi abuela.
-¿Conoce la estancia abandonada?
-Si, la conozco muy bien.
-Le pido que me lleve. Me miró medio asustado y asombrado.
-¿Está seguro? Asentí con la cabeza.
-Ni el caballo querrá acercarse.
-No tenga miedo, la veremos por hoy, de lejos. Quiero ver si todo sigue igual.
El viejo que estuvo parlanchín todo el día iba sin decir palabra.
-¿Conoce la historia, Eulogio?
-Si, conozco lo que cuentan, pero hay cosas que nadie dice y yo me sé.
-¿Qué?
-No, hoy no quiero hablar.
Llegó lejos de la casa y ahí paró. Las orejas del caballo se levantaron alerta. Estaba clavado en el piso. Nadie lo haría seguir.
-Todo sigue igual, las tres paredes, ahí en pié.
-Eulogio ¿usted nunca se acercó?
-Si, pero hace mucho, cuando era jovencito, luego nunca más.
-¿Usted vio el sillón?
-Si señor Agüero, hermoso, como si el tiempo no hubiera pasado para él, como si la lluvia, las heladas, el sol no lo hubieran tocado.
-Es cierto Eulogio, así lo vi yo, hace veinte años atrás. ¿Seguirá igual?
-Yo más allá no voy.
-No se preocupe, hombre, no importa, tengo algunos días para volver y comprobarlo. Sigamos para la estancia, no avisé y no quiero llegar muy tarde.
Pronto llegamos. Varios perros salieron a ladrarnos, el capataz me miraba, sin reconocerme.
-Soy Carlos, don Manuel. Me miraba y no podía encontrar en este hombre con algunas, pocas canas, al chiquilín que corría junto a Martín.
Me tendió la mano y luego me abrazó, llamó fuerte con su vozarrón a Martín. Mi amigo no podía creer que yo estuviera ahí.
Muchas veces nos habíamos visto en estos años, pero siempre en Buenos Aires. Nos abrazamos y entramos. Su madre, Rosa y su esposa Clarita estaban en la amplia cocina. Luego de los saludos y preguntas de rigor, pedí pasar a asearme.
Ya bañado y con ropa limpia, me sentía más cómodo. La cena casi estaba lista. Luego, Martín y yo nos encaminamos a la matera. Ahí estaban todos los peones, los mates pasaban de mano en mano. Pocos peones quedaban de la época en que yo iba seguido a la estancia, los que me conocían me dieron la mano y me presentaron a los nuevos. Había uno que tocaba la guitarra y cantaba muy lindo.
Y luego llegó el momento de los cuentos, “del perro gente” que en las noches oscuras lo veían acercarse como perro y atacar como hombre. De la “estancia abandonada”, donde por las noches dicen ver una sombra que deambula como perdida por las tres únicas paredes que quedan.
Algunos, los más jóvenes me miraban y sonreían. Yo no lo hacía. La estancia guardaba un misterio, un misterio que yo trataría de descubrir...
Nos fuimos a descansar. Al otro día estuve hablando con Martín y su familia todo el día, recorrí la estancia montado en un lindo alazán, acompañad por Martín y Clarita, nos reímos recordando nuestras travesuras. Y me felicité por haber venido.
La idea de visitar la estancia abandonada no me dejaba, sabía que no sería fácil poder ir solo a la estancia, pero ya encontraría la vuelta.
La oportunidad apareció, Martín tenía un compromiso tomado con anterioridad con unos amigos de una ciudad vecina. Les dije que yo no iría. Me quedaría recorriendo la estancia. Y a la mañana temprano partieron.
Aproveché la ocasión y montado en el alazán, que ya parecía mío, me dirigí a la vieja estación.
Ahí estaba Eulogio, dormitaba en su sulky, me acerqué a él y dije:
-Hola Eulogio ¿se acuerda de mí?
-Buen día, señor Agüero ¿qué anda haciendo por aquí?
-Vengo a invitarlo a tomar un cafecito ¿acepta el convite?
-¡Cómo no, soy hombre dispuesto!
Nos sentamos en el viejo boliche y pedí dos cafés y dos grapas. Tomamos el café, luego las grapas, mientras conversábamos de la “estancia abandonada”
-Sabe, Carlos, nunca hablo de ella. Pero le diré que si quisiera habitaría en ella, es mía. Pero cuando murió alguien que vivía en ella, mi antepasado la abandonó y ya nunca nadie vivió ahí.
-¿Y porqué?
-Decían ver un alma en pena dando vueltas por los cuartos, la veían sentarse en el sillón. Por eso se fueron y no volvieron nunca más. Ni siquiera quisieron venderla ¡Quién la compraría con un fantasma dando vueltas!
-Yo iré, me quedaré todo el día, en realidad quiero ver si puedo descubrir el misterio que ella y el sillón esconde.
-¿Está seguro, Carlos?
-Si Eulogio, creo que esto fue lo que decidió mi viaje, siempre recordaba el sillón intacto y esas tres paredes semiderruídas.
Saludé al viejo y me encaminé a la estancia. Mucho no había hablado Eulogio ¿Cómo? ¿Es de él? Ya trataré de averiguarlo.
Llego. Un aire frío que se hace más intenso al acercarme a las paredes, me hace temblar. Aunque es verano aquí hace frío. Recorro lo poco que queda de la vieja construcción. Me acerco al sillón, ahí está como siempre, como hace muchos años...
Me siento en él, antes nunca lo había hecho y aprecio parte del paisaje, las aves pasan lejos de la casa, veo que ni ellas se atreven a acercarse. De repente todo queda en silencio, no se escucha ni siquiera el canto de los pájaros. Presiento que alguien está cerca de mí; un escalofrío me recorre desde la nuca hasta los pies
Cierro los ojos y sigo sintiendo que no estoy sólo.
Me incorporo y superando el miedo, que casi llega a ser terror, reviso el sillón, ni una telaraña, ni un rasguño, está perfecto, nada lo destruyó.
Lo doy vuelta y observo sus patas, limpias, y en el asiento algo abulta el tapizado. Voy hasta mi mochila, tomo un cuchillo y sin pensarlo corto la tela. Un sobre amarillento está ahí, lo tomo entre mis manos.
Lo miro y no sé si me corresponde a mí abrirlo. Vuelvo a sentir que “alguien” me acecha. Miro hacia todos lados, no veo nada, pero la “presencia” está, un sudor frío cubre mi cuerpo. Mis manos tiemblan cada vez más. Tengo que terminar con esto. A eso he venido.
Me decido y lo abro. Veo unos papeles amarillentos y están escritos con una letra poco legible:
“Hace muchos años ya, cuando tenía quince años, acompañando a un tío que escapaba de Francia, vine al virreinato del Río de la Plata. Después de un largo y agotador viaje desembarcamos y buscamos a un pariente en la ciudad Santa María de los Buenos Aires. Ahí mi tío no tardó en meterse en problemas y me separé de él.
Busqué trabajo y pronto lo encontré en un depósito de maíz, el dueño se llamaba Saavedra. Era bueno, me trataba bien. Tenía una esposa que más parecía una bruja, pero me acercaba siempre comida.
Viví de cerca los hechos del 25 de mayo de 1810. A mi patrón, lo nombraron presidente de la Primera Junta, lo escuché decir muchas veces que él no quería ese puesto. A mí me quedaron las dudas.



Siento como que una fría mano me ayuda a dar vuelta la hoja, me estremezco. Creo que la presencia quiere que me entere de esta historia.


Pasaron los años, me casé. Mi esposa me dio un hermoso hijo, era mi orgullo. Luego de unos años, mi esposa murió a causa del cólera. Mi hijo se casó, y tuvo con mi nuera Mercedes un hijo: Joaquín. Cuando el niño tenía doce años mi hijo murió por un problema de pulmón. Al poco tiempo, mi nuera lo siguió. Quedé solo con mi nieto.
Fue creciendo y tenía algunos amigos con los que se reunían por las noches. Yo al pensar en ese hombre rubio, que tenía dominados a todos con su sola mirada, y al cual los gauchos veneraban, sentía mucho miedo por las amistades que había hecho mi nieto. Miraba con recelo a un joven muy inteligente: Echeverría.
Una noche estaba frente a mi escritorio y sentí gritos, me pareció la voz de mi nieto pidiendo ayuda. Tomé de mi cajón mi pistola, saqué la tranca de la puerta y vi a mi nieto correr y a tres “demonios rojos” atrás de él.

“Abuelo sálveme, me persigue la Mazorca”. Apunté y disparé, eran tres sombras y los maté. Cuando miré a mi nieto, en su camisa blanca una flor roja se le iba agrandando en el pecho. Saqué el carruaje, lo puse en él y salimos hacia la casa del médico. Lo curó como pudo y huimos hacia aquí. Lo cuidé día y noche, pero no sobrevivió. Me quedé solo con una joven criada, una moza a la que le tenía mucha confianza. Habían puesto precio a mi cabeza y aunque mi vida no valía nada pues nadie me quedaba, me quedé escondido aquí, a resguardo del rubio diablo.
Me paso las horas en este sillón. Me paso las noches dando vueltas en mi cama y no me abandona el recuerdo de esos tres hombres, no les guardo rencor a pesar de que mataron a mi nieto, es más, mi conciencia es la que no me deja dormir, nunca pensé que cargaría con tres muertes en ella.
Sé que el final se me acerca y a mi criada le dejaré todos mis bienes cuando muera.
Pasaron ya casi diecisiete años desde que vine aquí, y no estoy bien. El país sigue teñido de sangre, me gustaría morir sabiendo que estamos todos unidos, para hacer una patria libre y soberana. El pensamiento de los hombres de mayo de 1810. Me abandonan las fuerzas y creo que se acerca mi fin.
Quiero que cuando encuentren esto sepan que no soy un asesino, no nací para serlo. Recuerdo siempre a esos tres mazorqueros, ellos tendrían una familia, ellos obedecían una orden. Y yo defendí a mi nieto Joaquín. A la sangre de mi sangre”.
Luis Girardín – 1850


Quedo aturdido por todo lo vivido, los papeles siguen en mis manos. Conmovido aún miro hacia el sillón y veo con asombro que empieza a desarmarse, sólo queda de él un montón de polvo de aserrín.
Ya no siento frío, ese frío que me acompañó en toda la lectura.
Voy en busca de mi caballo, sin poder dejar de pensar en Luis Girardín.
Recuerdo lo que dijo Eulogio: “Esa estancia es mía”. ¿La persona fiel que cuidó de ese hombre atormentado sería un antepasado de Eulogio? Tengo que hablar con él.
Lo busco en la estación. Me ve y me dice:
-Lo veo pálido, ¿vio al fantasma?..
-Eulogio, el sillón...
-¿Qué pasa con el sillón?
-El sillón no existe más. Se hizo polvo.
-¿Cuándo?
No le contesto y prosigo -¿Por qué se fue su antepasado de la estancia?
Me miró con recelo y le digo:
-Hable, hombre.
-Me dijo mi abuela que su madre un día le contó que ella vivió en la estancia. Luego de que muriera el señor al que ella cuidaba, se veía una sombra rondar por los cuartos y que parecía que “alguien” fumaba en pipa, sentado en el sillón, como lo hacía el patrón. Se asustó y se marchó, no quiso volver más a la estancia. Acá todos dicen que por las noches, cuando la luna alumbra la casa, se ve una sombra pasear por la estancia.
Y nadie por eso se acerca.
No digo más nada sobre la estancia. No cuento nada más, sólo le digo:
-Eulogio, mañana vuelvo a casa, lo espero en la estancia de Martín a las ocho de la noche.

Cuando llegué, Martín no había llegado aún. No quería contarle nada de lo que había vivido hoy. Cuando llegue a mi casa, más tranquilo le enviaré una carta contándole lo vivido y le preguntaré si siguen viendo al fantasma. Yo creo que no lo verán más.
Me acosté, satisfecho con lo que había hecho.
Disfruté a pleno con Martín y su familia, el último día de estadía en La Martina...
A la noche nos despedimos y quedamos en vernos en Buenos Aires. Eulogio vino a buscarme. Fuimos callados. Cuando llegamos a la estación, solo nos dimos un apretón de manos y le entregué el sobre.
Despacio subí al tren. Ya no había más misterio en la estancia abandonada. Por lo menos para Eulogio y para mí.
Él sabría si hablar del sobre o no. Y si reclamar los campos. Eran suyos…
Pero eso será para otra historia.

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