Rosalía sale de su casa, a las cuatro en punto de la tarde, cierra con llave la vieja puerta de hierro. Camina con paso lento y arrastrando los pies. Lleva en su mano un envoltorio a cuadritos rojos y blancos. Su falda negra le cubre las piernas; el blusón negro no deja ver la forma de su cuerpo, es amplio y las mangas le llegan a la muñeca. Sólo se ven sus manos ajadas y curtidas. El envoltorio que lleva en su mano derecha es el único detalle de color.
Camina hasta la esquina, baja el cordón de la vereda, cruza la calle, sube la vereda, siempre mirando al piso y camina lentamente hasta el final de la cuadra. Vuelve a bajar el cordón, cruza la calle, sube la vereda. Camina hasta la esquina, baja el cordón, cruza la calle, sube a la vereda de la mano de enfrente y llega a la plaza.
Busca su banco, siempre lo encuentra vacío, es como si una secreta conjura hace que nadie se siente en ese banco, siempre está vacío.
Rosalía se sienta, descansa unos instantes. Su cara está surcada por profundas arrugas, sus ojos son celestes, chiquitos, vivaces.
Luego de descansar, abre el envoltorio: una limpia servilleta a cuadritos, la apoya en el banco y sobre la servilleta, aparece un pan, un hermoso pan dorado, ese que todos los días le regala Elsa, a escondidas del dueño de la panadería Los Trigales de Oro.
Ella corta pequeños trocitos y va comiendo casi con las encías. Sólo un par de dientes asoman de su boca. Y habla, y habla, algunas miguitas se esparcen en el suelo, a los pies de Rosalía.
A los saltitos, los gorriones se acercan a comer las miguitas y Rosalía habla. Habla con el viento, con el sol, con los pájaros. Se ríe. Y habla, a veces, se queda muda, en su rostro se nota una inmensa tristeza. Y luego sigue hablando y riendo.
Luego ya terminado el pan, sacude la servilleta, que deja caer más miguitas, los gorriones pelean con las palomas, y ella los mira sonriente. Dobla la servilleta, se levanta, sacude sus ropas, y vuelve con paso lento.
Camina por la vereda, baja el cordón, cruza la calle, a la vereda de enfrente, sube a la vereda, camina lentamente hasta el final de la cuadra, vuelve a bajar el cordón, cruza la calle, sube a la vereda, camina hasta la esquina, baja el cordón, sube la vereda, siempre mirando al piso y camina lentamente hasta llegar a su casa.
Abre con llave la vieja puerta de hierro. Rosalía a las cinco en punto de la tarde entra a su casa.
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