viernes, 21 de noviembre de 2008

LA ISLA


La mañana está hermosa, apacible. Me encuentro a dos horas del mar, en un pueblo de campesinos. El campo está prolijamente sembrado.
Me dirijo al único bar, a desayunar y ahí pregunto si en la costa alquilan embarcaciones. Un viejo me dice que sí, que llegando al mar, hay un hombre que las alquila. Me desea buen viaje. Termino mi desayuno y parto.

Llego por el camino que me indico el hombre, al mar. El aire, el olor que hay en el aire, me lo anuncia antes que mi vista y mis oídos.
Luego lo veo. Escucho su inigualable murmullo.
Diviso una casa y sobre la arena, varias embarcaciones. Al verme llegar, sale un hombre. Su rostro muy tostado y arrugado.
Le digo que quiero hacer un paseo, sola. Me muestra una pequeña lancha. Al verla pienso:
_¿Será segura? Yo necesito ir sola. Pero sé que es arriesgado hacerse a la mar sola.
Como adivinando lo que pienso, me dice:
_Si se la ofrezco no debe temer, es una lancha muy segura.
Me sugiere que visite la isla abandonada. Es la mejor -me dice- la única época del año para llegar a ella. No hay muchas personas que vayan; hace tiempo que nadie la visita, agradecerá el consejo. Le sonrío, la luz de sus ojos, el brillo extraño que vi en ellos, me decide ir hacia la isla.
Me ayuda a poner la embarcación en el agua. Pongo el motor en marcha y viajo hacia ella. Sé que no está bien aventurarme sola. Pero me acostumbré a la soledad.

Ya estoy cerca; verde y espumosa, el agua golpea suavemente sobre las rocas de la costa. La isla, como me dijo el hombre, se ve abandonada. Desembarco. Un árbol negro, quemado, da más soledad y tristeza al lugar. Y ahí con dos o tres pájaros negros revoloteando cerca de él, veo a un gran espantapájaros ¿Para qué un espantapájaros en una isla desierta?
Me voy acercando; escucho una voz grave, ronca, no sé de dónde viene. No, no puede ser ¿Viene del espantapájaros?
Llego al lado de él. Sí, la voz es la del gran muñeco de madera. Un escalofrío recorre mi cuerpo. ¿Estaré soñando? ¿El sol me habrá hecho mal? No salgo de mi asombro y miro al espantapájaros con terror.
Sus brazos desplegados; su cabeza de trapos viejos; sus patas hechas con ramas, tal vez del árbol negro. Parece haber soportado muchas lluvias.
Y lo escucho decir:
–Pocos barcos han podido llegar a la isla en invierno. Por lo que escuché, alguien con maldad fue a un lejano pueblo, en un momento en que los campesinos estaban quebrados por su pobre cosecha. Mostró un plano de esta isla y les dijo que debajo del árbol, del único árbol que había y en un círculo de diez pasos alrededor de él, encontrarían enterrado un tesoro.
Yo no salía de mi asombro, estaba hablando el espantapájaros, estaba contando una historia, hizo un breve silencio y siguió:
Muchos hombres quisieron venir a la isla. Algunos pocos, cuyas mujeres no pudieron hacerlos entrar en razón y dominados por la codicia, salieron.
No lo hicieron en un solo grupo. Salieron en tres embarcaciones, peleándose entre ellos, para llegar más rápido. Las barcazas naufragaron y sólo se salvaron tres hombres de cada embarcación. Ni el frío ni el hambre los unió. Fueron como fieras o peor. Sacaron las pocas maderas que pudieron y “cada grupo armó su refugio”.
Los pájaros revoloteaban por sobre su cabeza, alguno vino cerca de mí, lo ahuyenté con mi sombrero de paja. Y el espantapájaros seguía:
La única vez que los vi. unidos fue para hacerme a mí. Con pedazos de maderas de los barcos y ramas del único árbol de la isla. Me hicieron grande, bien grande, para que me viera algún barco que pasara cerca.
Volvió a hacer una pausa y prosiguió:
_Yo los veía empujarse; golpearse al cavar con sus manos como única herramienta, alrededor del árbol, para encontrar el oro. No tenían comida. No tenían agua, para conseguirla hicieron pozos para juntar agua de lluvia. Aguantaban la sed y cuando bebían era un brebaje marrón: agua con tierra. Era lo único para saciar su sed. El hambre y el frío los fue enloqueciendo. Comieron raíces, masticaban sin poder tragar. Alguno se atrevió a comer pescado crudo. Los veía vomitar lo poco que comían.
Uno con mucha paciencia frotó dos piedras hasta conseguir fuego, los tres amigos rieron, festejando poder cocinar, aunque no había mucho para ello, pero por lo menos estarían junto al fuego.
El egoísmo era tan grande que no permitieron a los otros dos grupos acercarse a lo que podía ser la salvación: el calor del fuego. Se turnaban entre los tres para cuidarlo.
Una noche el vigía se durmió. Los otros dos grupos se habían unido para vencer a los tres dueños del fuego. Lo hicieron: fueron despacio, sorprendieron al dormido campesino y lo mataron. Luego hicieron lo mismo con los otros dos. Con saña los golpearon una y otra vez, con los pocos pedazos de madera que sacaron desarmando su refugio. Los clavos que había en ellas se hundían en los cuerpos de los infortunados hombres hasta que ningún signo de vida quedara en ellos.


Yo que no tengo cerebro, pensaba que si se hubieran unido los nueve hubieran hecho una balsa y para el verano, cuando el mar estuviera calmo podrían volver a la tierra, o unidos hubieran encontrado el tesoro si es que existía. Tal vez los hombres sean así, yo no conozco en realidad a los hombres, sólo conocí a éstos.


Los vi arrastrarse para poder cazar a algún pájaro -pocos llegaban en esa desapacible época del año- los hombres casi no pudieron sacarles el plumaje, pues estaban muy débiles, los asaron y los devoraron. Hasta los peces parecía que los castigaban por su avaricia y no se dejaban ver. Parecían huesos vestidos, no sé de dónde sacaban la fuerza; se acercaban a cavar alrededor del árbol y cuando otro llegaba hasta ahí, con sus manos, que parecían garras le pegaban y desgarraban las carnes.
Un día en un ataque de locura, uno de los pocos que quedaban quemó los refugios y ni el árbol se salvó, pero de milagro quedó en pie.
Hasta que quedó un solo hombre. Esqueleto viviente. Sin refugio, el frío, el hambre, la sed, la desesperación minó su cuerpo. Úlceras terribles lo llenaban de dolor y de fiebre. Creo que vivía por un único objetivo: encontrar oro. Murió peleándole a la vida y luchando con la muerte, en su delirio, tal vez creyendo que había encontrado oro, hablaba del tesoro que nunca encontró.
Ahí pude empezar a hablar. Nunca antes cuando estuvieron los hombres pude hacerlo. Yo quería decirle que no se destruyeran, que no se mataran, pero jamás una palabra salió de mi boca. ¿No sé porqué con ustedes sí? Ahora que estoy solo con ustedes puedo hablar, solo con ustedes que son mis únicos compañeros.
Con sorpresa vi que los pájaros se acercaban suavemente a su rostro y bebían las lágrimas que él vertía.
El espantapájaros no me veía o no me quería ver. Callaba un rato y luego volvía a contar la trágica historia, con las mismas palabras, con los mismos silencios; una y otra vez...
No me atreví a acercarme al árbol. Desde lejos veía sus negras raíces asomar por los pozos que habían hecho los hombres.

Me fui alejando de la isla. Era algo increíble lo que había presenciado. Aturdida, pensaba en la cruel y triste historia.
Cuando llegué de nuevo al embarcadero, vi que el anciano me miraba como esperando algún comentario. Nada dije. Pero sí le agradecí.
Algún día tal vez escriba un cuento, pues creo que nunca podré contarle a nadie, cara a cara, lo que vi y escuché ese día en la isla, creerían que estoy loca. O que el sol me había afectado. Muchas veces hasta yo pienso en esta historia y creo que es terriblemente increíble...

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